Diego de Velázquez, Vieja cocinando huevos |
Acumulo anécdotas sangrantes, más allá de la esquilma del bolsillo: en un lugar pacense, a la espera de la carta, recibir la invitación a desocupar la mesa al ser dos los comensales, cuando hay esperando cuatro, más provechosos para el dueño del pequeño local. En otro, en Villamiel, comer bien y abundante y en buen número de gente, gracias al afán de la señora de la casa, y volver al día siguiente para encontrarse que el mismo servicio y las mismas viandas han visto duplicarse el precio, por aquello de que, desgracia, aquel día había vuelto el marido y con él la avaricia del cristiano viejo. Aquella casa rural, en la Malpartida placentina, alquilada a precio de oro para diez personas en viaje de trabajo, cuyo dueño aparece para dejar la llave y doce horas después para cobrar, desentendiéndose de pormenores tan básicos como el agua caliente, la ropa de cama o el desayuno prometido. Aquella otra aislada en el Jerte, cuya cena única resultan ser pizzas congeladas (y no el menú contratado) y el importe final 603 €. Careciendo de cobro electrónico por excusa habitual, se le ofrecen 597 € en metálico para saldar la cuenta encontrándose el no por respuesta: los seis euros restantes estaban en el cajero del pueblo, a catorce kilómetros, ida y vuelta. Cómo no referir al ínclito camarero de la plaza de San Juan cacereña que, advertido por el comensal de nacionalidad francesa de que cayó del cielo mierda sobre su café, saca otro y lo cobra, al tiempo que sentencia: "A ver si voy a tener yo la culpa de que se caguen los pájaros".
Qué decir del hastío de pagar -sea donde sea, para esto no hay que hacer averiguaciones geográficas- diez o doce euros por dos bocadillos envueltos en papel de albal, con dos miserables medias baguettes rellenas de un transparente filete de pollo y una sábana industrial de queso. Qué contar que no se sepa de los menús que, como las iglesias de los caseríos, parecen permanentes e irreductibles a nueve, diez, once, doce euros contando con la ensalada enflaquecida, el filete de suela y el flan dhul; qué pensar de las tortillas de patatas hechas en el aceite eterno del lenguado y el calamar findus; qué resumir de la carta de las casas de comida diseminadas en las autovías, casas de comedia más bien, envueltas en el embozo del bandolerismo, negando a los auténticos asaltadores de aquella Extremadura del siglo XIX el descanso en paz por su buen nombre. Cómo olvidar la botella de agua mineral a dos euros en los bares perdidos, sin propósito de enmienda, ya cercanos a Ciudad Real. O el restaurante alcantarino que niega la comida reservada ¡¡a 14 personas!! por haber cerrado la cocina ¡¡a las tres y media de la tarde!! O al camarero capaz de concluir ante el cliente que no sabe qué vino está sirviendo porque eso solo lo sabe el jefe y no él, un mandado.
Todo es lo tomas o lo dejas, un reino del presentismo que caricaturiza la cuenta de hambruna que nos hizo padecer la historia y las penurias que tantos pasaron para dejar la dura disciplina del campo. Oficio digno el de tabernero, que me pagó los estudios sin dar yo ni golpe. Quizás por ello pago ahora la dura penitencia, sin que me asista la fortuna de dar con buena mesa, o al menos piadosa, en esta tierra en la que sus peores poetas alabaron la conformidad, que siempre nos tienta.
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