O lapis da luz

'O lapis da luz', de Salvador Castro Otero
Recibimos con ilusión 'O lapis da luz: reescrituras de Manuel Rivas no cine' (Vía Láctea, 2018), extracto de 259 páginas de la pletórica tesis doctoral de Salvador Castro Otero sobre el escritor gallego y su huella, directa e indirecta, en el cine.

El hallazgo del título 'O lapis da luz'  da pistas transparentes sobre el ingenio de su autor, gran amigo de quien esto escribe, en cuya obra y criterio confío tanto como en su persona. El libro es un análisis desde la minuciosidad crítica y documental del trayecto de la literatura del autor de 'Un millón de vacas' a la pantalla, siete películas de corto y largometraje que quedan espidas ante el lector. En lo que concierne a los referentes del escritor -de la opresión a la sensualidad, de la infancia al ideal... -y al género, el fondo, la forma, el estilo y hasta la competencia de las películas a la hora de enfrentarse a las diferencias y las semejanzas entre la palabra y su casi nunca limpia traducción en imágenes.

Salvador explora también los hallazgos, no siempre fáciles a la hora de adaptar cualquier escrito, y más los de Rivas, una figura reputada, en lo alto del 'canon literario galego', al menos en cuanto a su estatus en el resto del Estado y también en su tierra. Un lugar que no se regala, pero en el que a menudo se escatima espacio a los más sobresalientes representantes de la cultura de un país. Y estamos ante la tesis de uno de ellos.

¿Tú te crees que esto es Manhattan?

"¿Tú te crees que esto es Manhattan?", esas palabras nos regalan en Cilleros, como consecuencia del atrevimiento de pretender desayunar un zumo de naranja y una tostada de pan en una de las cafeterías del pueblo. Después de treinta años de camino y alguna manta por Extremadura, las más de las veces viajando por trabajo, no puedo más que llegar a la conclusión de que la hostelería en la región -al menos la que uno puede permitirse- responde a la tradición de aquella tierra hermética que los viajeros del XVIII y el XIX describían a golpe de estupor, cuando glosaban posadas que hacían bueno el refrán 'Comer uva y pagar racimo'.

Diego de Velázquez, Vieja cocinando huevos
En nuestros días, el trato a los viajeros indígenas es similar o incluso peor que al turista: en esto no se discrimina. En la abundancia y el agasajo, sí. Y mucho. Extremadura es cara y cicatera a la hora de servir de comer y a la hora de ofrecer cama también. Una incoherencia con la renta media de sus ciudadanos. Nada que ver, por ejemplo, con Galicia, mucho más acorde con el coste de la vida y la tradición de dar de comer al visitante con mutua satisfacción (salvo en el caso del Góndola II, en Santiago). Además, y sin afán de generalizar (aunque se está en un tris de ello, por la fuerza de la experiencia), el posadero de las provincias extremeñas no tiene asumida la hospitalidad y la cortesía a la hora del trato con el cliente, ni cuando éste ofrece cordialidad y bolsa ancha: si acaso se exterioriza una profesionalidad académica, desvinculada del roce humano, propia de oficio sacado de la reluciente pared del aula, el máster o la subvención a fondo perdido o, por el contrario, de la costra de generaciones de desapego. El forastero incomoda. El bar de turno, el restaurante con ínfulas, o el alojamiento de nuevo cuño tienden a mostrarse insensibles incluso al pudor del viajero que ha visto mundo, alguno tan cercano y diferente en el trato como el vecino portugués, donde se ha hecho tábula rasa con el sector primario, como aquí, pero se trata al turista, al viajero o al trabajador errante como lo que se presume que sea a la vista de los tiempos: el sustento de una economía condenada al servicio. Por supuesto, sobran en nuestra tierra buenos barman, sobresalientes cocineras, benditas tascas de barra alta y fogón, restaurantes con manga ancha. Pero parecen huérfanos, personalmente los miro con la melancolía del perseguido. Son mirlos blancos. Si mi padre -camarero desde los ocho hasta los sesenta y seis años, desde aprendiz a propietario- levantara la cabeza, la emprendería a sartenazos con quienes se dan hoy en día por taberneros cuando solo ansían hacer caja fácil, a la manera del clérigo, de los dueños del lazarillo, del absentista profesional. De él aprendí yo un comportamiento gremial basado en una táctica discutible: no porfiar por dinero ni por servicio, no exigir. Sencillamente, no volver y contarlo. Pero tampoco con la fórmula frívola y vengativa a que acostumbra la hez turística de las redes. Con la templanza de quien estuvo antes en el bando de la cantina.

Acumulo anécdotas sangrantes, más allá de la esquilma del bolsillo: en un lugar pacense, a la espera de la carta, recibir la invitación a desocupar la mesa al ser dos los comensales, cuando hay esperando cuatro, más provechosos para el dueño del pequeño local. En otro, en Villamiel, comer bien y abundante y en buen número de gente, gracias al afán de la señora de la casa, y volver al día siguiente  para encontrarse que el mismo servicio y las mismas viandas han visto duplicarse el precio, por aquello de que, desgracia, aquel día había vuelto el marido y con él la avaricia del cristiano viejo. Aquella casa rural, en la Malpartida placentina, alquilada a precio de oro para diez personas en viaje de trabajo, cuyo dueño aparece para dejar la llave y doce horas después para cobrar, desentendiéndose de pormenores tan básicos como el agua caliente, la ropa de cama o el desayuno prometido. Aquella otra aislada en el Jerte, cuya cena única resultan ser pizzas congeladas (y no el menú contratado) y el importe final 603 €. Careciendo de cobro electrónico por excusa habitual, se le ofrecen 597 € en metálico para saldar la cuenta encontrándose el no por respuesta: los seis euros restantes estaban en el cajero del pueblo, a catorce kilómetros, ida y vuelta. Cómo no referir al ínclito camarero de la plaza de San Juan cacereña que, advertido por el comensal de nacionalidad francesa de que cayó del cielo mierda sobre su café, saca otro y lo cobra, al tiempo que sentencia: "A ver si voy a tener yo la culpa de que se caguen los pájaros".

Qué decir del hastío de pagar -sea donde sea, para esto no hay que hacer averiguaciones geográficas- diez o doce euros por dos bocadillos envueltos en papel de albal, con dos miserables medias baguettes rellenas de un transparente filete de pollo y una sábana industrial de queso. Qué contar que no se sepa de los menús que, como las iglesias de los caseríos, parecen permanentes e irreductibles a nueve, diez, once, doce euros contando con la ensalada enflaquecida, el filete de suela y el flan dhul; qué pensar de las tortillas de patatas hechas en el aceite eterno del lenguado y el calamar findus; qué resumir de la carta de las casas de comida diseminadas en las autovías, casas de comedia más bien, envueltas en el embozo del bandolerismo, negando a los auténticos asaltadores de aquella Extremadura del siglo XIX el descanso en paz por su buen nombre. Cómo olvidar la botella de agua mineral a dos euros en los bares perdidos, sin propósito de enmienda, ya cercanos a Ciudad Real. O el restaurante alcantarino que niega la comida reservada ¡¡a 14 personas!! por haber cerrado la cocina ¡¡a las tres y media de la tarde!! O al camarero capaz de concluir ante el cliente que no sabe qué vino está sirviendo porque eso solo lo sabe el jefe y no él, un mandado.

Todo es lo tomas o lo dejas, un reino del presentismo que caricaturiza la cuenta de hambruna que nos hizo padecer la historia y las penurias que tantos pasaron para dejar la dura disciplina del campo. Oficio digno el de tabernero, que me pagó los estudios sin dar yo ni golpe. Quizás por ello pago ahora la dura penitencia, sin que me asista la fortuna de dar con buena mesa, o al menos piadosa, en esta tierra en la que sus peores poetas alabaron la conformidad, que siempre nos tienta.

Balas o balas


'Pezón', de Jonás Sánchez Pedrero
Le escribí al autor: quitando el amor y el soñar, nada deja mejor sabor de boca para la madrugada que literatura a esta altura. Nos llegó en marzo por la mañana (nos ha enviado el 31 de 100) envuelto en humedades y vientos que llevaban por lo alto a la cartera. 

'Pezón' (Jonás Sánchez Pedrero, 2018, Ediciones del Ambroz), lo comimos en el lecho, turnándonos en las lecturas. Un ejemplo: 'Balas o balas'. ¿Es posible decir sentencia de hoy, de ayer, de siempre, en tan poco?

 Otros: 'El futuro pasa por la indigencia sostenible'.  Maravillas: "Llego mal a los guantes'.   Tiznes: 'Le falta un poco de tierra', 'Tiene complejo de culto'.  Biografías: 'Me estoy costando dinero'.  'Necesitaba cambiar de fracaso'

Un libro de Jonás Sánchez Pedrero, de aforismos con estameña de espejo. "El pezón, ojo sin dueño, la turgencia que culmina un pecho, paradigma de la aforística. Certero, evocador... provoca, sugiere, vigila", frases en la contraportada que, como excepción que confirma, está a la altura de unas páginas que como diría Cervantes por torpe me juzgara y poco diestro si a querer alabaros me pusiera.